Hace una semana que cayeron las Torres Gemelas.
El acceso al bajo Manhattan continua restringido y necesitas demostrar que vives en la zona para que te permitan el paso a pie.
Los escasos vecinos que permanecemos en nuestros hogares llamamos fronteras a esos controles policiales que nos rodean por todas partes.
Los comercios siguen cerrados y la mayoría de los edificios carecen de teléfono y electricidad.
Las familias y habituales del barrio han desaparecido pero el ajetreo es constante: ejército, policía, bomberos, trabajadores; cerca de 3.000 personas se desviven diariamente buscando restos humanos entre las toneladas de escombros que continúan ardiendo.
Para los que permanecemos allí las preocupaciones diarias son dos: el aire que respiramos y la comida. En el primer caso no hay mucho que hacer, simplemente reaccionar. Cuando el viento sopla por el oeste reducimos las salidas al mínimo indispensable y pasamos el día con las ventanas cerradas a cal y canto. El hedor a chamusquina humana y plástico quemado alcanza niveles insoportables.
aCamiones de limpieza riegan todos los días calle por calle y sin embargo todos los días aparecen nuevos restos pulverizados por el suelo. Cuando el viento sopla por el este el humo se va hacia
Brooklyn y aprovechamos para dar un paseo, aunque no hay mucho donde elegir. Los parques están cerrados, totalmente cubiertos por una nube de polvo o ceniza que abriga una amplia gama de residuos.
La falta de corriente eléctrica , y la suspensión del transporte dejó al barrio sin alimentos . La comida la regalaban en infinidad de puestos improvisados de la Cruz Roja o de restaurantes cercanos: sopa caliente, salchichas, hamburguesas, chocolatinas, bolsas de patatas de todas los sabores imaginables, botellines de agua... Faltaba leche y pan.
Los escasos civiles que permanecemos en los aledaños de la zona cero nos saludamos. Me animan para que visite las oficinas de la Cruz Roja:
-Con sólo dar mi dirección -me cuenta uno- me pagaron un mes de alquiler y me dieron 200 dólares para gastos en comida.
Me resistía a visitar dicha institución porque consideraba aberrante la idea de obtener beneficios personales de semejante tragedia. Sin embargo cambié de opinión cuando empezaron a repartir gratuitamente unos
purificadores de aire con filtro HEPA. A las banderas americanas y fotografías de los desaparecidos que forraban paredes, farolas y árboles se sumaban ahora los cartelitos de la Cruz Roja.
A las 8:30 de una mañana llegué a sus oficinas.
"Ayuda urgente en caso de catástrofe" rezaba el cartel. Una enfermera me salió al paso, para echarme. Ya estaban repartidos todos los números:
-Vuelva usted mañana.
-¿Me está usted diciendo que para conseguir un número tengo que llegar a las seis de la mañana?
-Cuanto antes, mejor.
Al día siguiente me levanté a las cinco de la mañana. Cuando salí estaba amaneciendo. Los puestos en la calle de café y donuts atendían a sus primeros clientes, casi todos policías.
Diviso la cola desde lejos. Todavía no han dado las cinco y media y ya encuentro bastantes personas, chinos y negros en su mayoría. Los afro-americanos no parecen de este barrio pero aquí están, riendo y moviéndose sin parar.
Detrás mío una mujer me pregunta si es esa la fila para la Cruz Roja. Exceptuando el detalle de la cola, parece muy informada.
Me explica toda la documentación que necesito para que me atiendan: tarjeta de la seguridad social, recibo de la luz con la dirección de mi casa, pasaporte y recibo de los gastos ocasionados desde el
11 de Septiembre. No he traído nada. Pensaba que la cola era simplemente para tomar el número. Empiezo a preocuparme y me acerco hasta la puerta del edificio para preguntar al portero:
-Todo lo que sé es que la la gente entra aquí y sale con un cubo.
Tras la enigmática respuesta decido volver a la cola. Hay mucha gente detrás mío, lo mejor es aguantar.
El tiempo pasa despacio. La colombiana entabla conversación con un blanco de mediana edad. Regentaba un restaurante junto a las torres gemelas. Empleaba a 35 personas:
-Hace una semana ganaba cerca de 3000 dólares semanales. Ahora tengo que afrontar los mismos gastos que antes, pero no genero ingreso alguno.
La colombiana es masajista y padece un problema similar. La mitad de sus clientes ha muerto y la otra mitad ha desaparecido.
A las 7:45 una enfermera con uniforme de la Cruz Roja comienza a repartir números. Me toca el 37. Las consultas se inician a las 8:30 y vuelvo a casa a por los papeles.
A las 8:20 nos pasan a una salita de espera repleta de chinos. Un hombre de color que habla su idioma entra con bebidas y chocolates. Sin embargo, la gran mayoría disfruta de sus propios alimentos. El olor a comida china a esas horas tan tempranas revuelve el estómago a cualquiera. No habían pasado ni cinco minutos cuando una cuadrilla de chicas jóvenes hace su aparición en la salita preguntando por personas que hablen inglés. Los chinos continúan comiendo tranquilamente y el resto entramos.
Nos conducen a una sala grande con diversas mesas rectangulares; a un lado están las voluntarias de la Cruz Roja y al otro las supuestas víctimas.
Me han asignado a una chica que debe tener unos 20 años. Lo primero que me dice es que llegó ayer de Oklahoma y que soy la primera persona que atiende. Se disculpa por anticipado ya que no tiene experiencia alguna y comienza a hacerme preguntas y rellenar papeles. Nombre, dirección, nacionalidad, número de pasaporte, número de seguridad social, número de personas que viven en la casa...
Contesto solícitamente y la voluntaria, tras rellenar los mismos datos en distintos impresos, me pregunta qué necesito.
-Mi hijo padece asma y me gustaría conseguir un purificador de aire.
-Para los asuntos relacionados con la salud tienes que hablar con otro departamento. Cuando terminemos aquí, te doy un papelito para que te reciba el médico.
¿Tuviste que abandonar tu casa?
-Sí. Estuve dos días en casa de unos amigos...
-Puedo ofrecerte 200 dólares por las molestias causadas por la evacuación forzosa y 70 dólares por persona en gastos de supermercado -excluyendo alcohol y tabaco-. Si estás de acuerdo mi supervisora tiene que firmar tu aplicación, y enseguida te traigo los cheques.
Contesté afirmativamente y se marchó a ver a su jefa. Tuve que esperar un buen rato porque había cola para la supervisora. En la mesa de al lado una mujer de color, de aquellas que formaban tanto barullo en la cola a esas intempestivas horas, discute con su voluntaria:
-He perdido mi trabajo, tiene usted que ayudarme...
-Necesito ver algún papel que demuestre que usted trabajaba en las Torres Gemelas.
-Guardaba toda la documentación en mi casillero del restaurante y se ha destruido todo, ¿recuerda? Es la razón de que usted y yo estemos aquí ahora mismo.
-¿Desde cuando se guarda importante documentación en un casillero? ¿No tiene usted absolutamente nada que demuestre lo que me dice?
-No, responde la mujer
-Lo siento pero tengo otras personas que atender. Levántese por favor.
Es tan grande que le cuesta trabajo enderezarse y apoya sus manos en la mesa para aliviar el esfuerzo. No cruzan una palabra más. La supuesta víctima masculla entre dientes mientras camina hacia la salida.
La voluntaria respira aliviada. Inmediatamente entabla conversación conmigo que continúo sentada esperando a la que me corresponde. Ella es más bien quien habla. Se llama Estela y viene de Santa Fe. Le pagan alojamiento y comida durante tres semanas y ha recibido un breve entrenamiento sobre como tratar a las personas en estado de shock. No conocía Nueva York. La unilateral conversación se ve interrumpida por la aparición de un hombre ataviado con bata blanca de médico. Estela desaparece en busca del siguiente cliente y el hombre se sienta a mi lado (demasiado cerca) y me dirige una molesta mirada compasiva. No soporto esos tipos babosos.
Se presenta como psicólogo voluntario de la Cruz Roja y quiere saber como viví aquel día fatídico. Mientras le relato mi experiencia -parecida a la de todos los que nos encontrábamos en los alrededores de las torres- me saltan unas cuantas lágrimas. No debo ser la única que reacciona de ese modo, ya que el psicólogo alberga infinidad de pañuelos de papel en los bolsillos de su bata.
-Ahora mismo vengo.
Regresó con un cubo. Contenía nimiedades de diversa índole: más pañuelos de papel, dos ositos de peluche, jabón de lavadora, chocolatinas y alguna cosa más que no recuerdo. Al parecer, pensaban que el regalo poseía una capacidad extraordinaria para mitigar las penas.
La voluntaria regresó al fin con dos cheques y me entregó el papel que necesitaba para acceder al médico. Tenía dinero, un estúpido cubo y unas ganas tremendas de salir de allí, pero me faltaban los purificadores de aire.
En el departamento de salud, hay mucha gente esperando a ser recibida. El lugar es pequeño e improvisado. Me encuentro a
Laia, mi exuberante vecina. Tiene un bar restaurante muy conocido en el barrio, el
Yaffa's, y tras el desastre instaló un tenderete donde
ofrecía comida gratis a todo el que pasaba por allí. Laia, oriunda del Líbano, lleva siempre los vaqueros por debajo de una botas de piel de serpiente de tacón altísimo, y gasta sombrero de ala ancha. A pesar de que supera los 40, conserva un cuerpo envidiable. Los chinos no cesan de mirarla con evidente asombro.
-A mi no me han dado un cubo, me dice. Déjame ver que tiene...
Por lo visto hay que llorar para merecerlo, quise contestarla, pero callé. Se interesa por un osito rosa de peluche y se lo regalo. No parece creer tanta generosidad. Lo entiendo porque ella no invita nunca. Insisto y termina por aceptar.
Pasan dos horas más. Por fin me atienden. Según las dimensiones de tu casa te asignan uno o dos purificadores. Al día siguiente recibiría en mi casa dos de esos aparatos milagrosos.
C. B. - New York, 2001
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